“Consuelen, consuelen a mi pueblo” (Is 40, 1)

A nuestros hermanos tucumanos ante el drama de las adicciones y el narcotráfico

La realidad que nos duele
Próximos a celebrar 200 años de nuestra independencia como pueblo, la situación social que vivimos nos desafía a hacernos cargo de la construcción de una libertad auténtica para cada persona. En el seno de una nación libre, cada día más ciudadanos son esclavos de diversas adicciones. Es conocida públicamente la gravedad del problema de la venta y el consumo de drogas, expuesta sin pudor en las calles, sobre todo de los barrios más pobres. Las estadísticas recientes reflejan que ha aumentado el 50% en los últimos 4 años (UCA, Observatorio de la deuda social, 2015). No menos angustiante es la creciente adicción al alcohol y al juego, favorecida por la proliferación descontrolada de negocios que aprovechan la situación para lucrar sin escrúpulos. Como sacerdotes de distintas parroquias de la ciudad y del interior de Tucumán nos encontramos cada día con los rostros del dolor. Son miles; como el de la mamá que nos cuenta entre lágrimas que ha encadenado a su hijo porque no sabe cómo alejarlo de la calle para evitar que se drogue. Diariamente muchos de los que padecen adicción encuentran la muerte en la calle o, desesperados, se quitan la vida.
Ofrecemos estas reflexiones desbordados por el profundo sufrimiento de la multitud cada vez más numerosa de víctimas de este drama social. Al mismo tiempo nos mueve la compasión que brota de nuestra fe. Nuestra palabra quiere ser de denuncia y al mismo tiempo de consuelo y esperanza.

La venta impune de drogas
Al encontrarnos en las esquinas de nuestros barrios -y hasta en la salida de hospitales y escuelas- con la venta impune de drogas y la insensibilidad perversa de quienes ponen veneno en las manos de niños, jóvenes y adultos, nos preguntamos por el accionar de los organismos públicos encargados de combatir y sancionar este delito. Al igual que los obispos argentinos, “escuchamos decir con frecuencia que a esta situación de desborde se ha llegado con la complicidad y la corrupción de algunos dirigentes. La sociedad a menudo sospecha que miembros de fuerzas de seguridad, funcionarios de la justicia y políticos colaboran con los grupos mafiosos. Esta realidad debilita la confianza y desanima las expectativas de cambio” (CEA, El drama de la droga y el narcotráfico, 2013).
En la lucha contra el narcotráfico la función de las autoridades es indelegable. Los distintos poderes del estado son los responsables insustituibles de combatir el delito mediante las correspondientes leyes, los procesos judiciales y el accionar de las fuerzas de seguridad. Esto implica diseñar e instrumentar políticas de estado adecuadas y a largo plazo.

Todos somos responsables
Nos preocupa igualmente que gran parte de la sociedad no sienta el problema de las adicciones como propio y sólo espere que otros tomen cartas en el asunto. Ante la esclavitud y la destrucción de tantas personas “también es funcional y cómplice quien pudiendo hacer algo se desentiende, se lava las manos y mira para otro lado” (CEA, 2013). La convivencia diaria con el drama del consumo de drogas nos puede llevar a naturalizar el problema y aceptarlo sin más como parte de la vida social. Al observar su crecimiento descontrolado también corremos el riesgo de sumergirnos en un pesimismo fatalista que nos hace cruzarnos de brazos pensando que “nada se puede hacer” porque “la cosa va de mal en peor”.
Como miembros de la Iglesia nos duele reconocer que muchas veces tampoco hemos oído la llamada que esta situación nos dirige a gritos y hemos vuelto la mirada hacia otro lado. Deseamos hacernos cargo de nuestras propias omisiones. Muchas veces los que sufren adicción o sus familias no han encontrado en nuestras comunidades la acogida y contención que necesitan. La crisis de sentido que rodea el problema nos invita a los pastores y a todos los miembros de la Iglesia a un profundo examen de conciencia… ¿qué hemos hecho por los niños y los jóvenes más vulnerables? ¿cómo acompañamos su crecimiento en la alegría de vivir y la búsqueda de un proyecto de vida digna? Aquí resuena el llamado que nos hace el Papa Francisco a una urgente conversión de nuestras propuestas pastorales.

Signos de esperanza
Gracias a Dios existen hoy diversos esfuerzos de profesionales y voluntarios para brindar respuestas. Han crecido las iniciativas de los organismos del estado, aunque constatamos que aún trabajan desarticulados y no siempre brindan libertad de acción a sus miembros. Estos esfuerzos crecientes siguen siendo pocos y brindan una respuesta todavía insuficiente ante la magnitud y complejidad del problema. Elogiamos la dedicación de educadores que se comprometen de corazón con los niños y adolescentes y sus familias. Nos alegra el surgimiento de instituciones de varias iglesias cristianas y de otras organizaciones civiles para la rehabilitación y prevención. Pronto inauguraremos la segunda Fazenda de la Esperanza en Tucumán. En muchas parroquias están reuniéndose los Grupos de Esperanza Viva para contener y acompañar a las personas con adicciones y a sus familias. Esto constituye un signo claro de esperanza.
Ante el dolor y la impotencia que la droga trae consigo, afirmamos sin dudar que este callejón sí tiene salida. Estamos a tiempo. Realmente, ¡se puede! Y no solamente porque hay fuerza de voluntad. Nos impulsa una convicción aún mayor: como vecinos y pastores de todos, en especial de quienes sufren este drama y sus consecuencias, creemos firmemente en el valor sagrado de cada persona, sobre todo de los más débiles y vulnerables. Descubrimos la imagen de Dios en cada rostro, incluso en el más desfigurado y maltratado. Nos mueve la certeza de que Dios, que es Padre y fuente de la vida, no quiere la muerte de ninguno de sus hijos. Él los ama tanto que ha enviado al mundo a su propio Hijo para que todos nuestros niños y jóvenes “tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10, 10). Nadie está de sobra en nuestra sociedad y todos sin distinción merecen una vida digna, una vida feliz, llena de amor.

Caminemos comprometidos en el amor
Por ello queremos seguir caminando en el acompañamiento pastoral de personas en situación de adicción. Sin ser técnicos o peritos en la materia, aunque con una fuerte experiencia de contacto cotidiano con esta realidad, ofrecemos el aporte de las convicciones que orientan nuestro trabajo; un trabajo que brota del amor compasivo que implica al mismo tiempo consolar, curar y cuidar.
Consolar: La contención y el acompañamiento de las familias que padecen y en particular de los niños y jóvenes requiere generar espacios saludables para ellos, ámbitos humanamente acogedores, lugares de los que ninguno puede quedar excluido, sobre todo si está herido.
Curar: La rehabilitación exige no criminalizar al adicto y proteger la integridad de su persona, sin reduccionismos. Es la persona la que está dañada y hay que atenderla integralmente. Alentamos a las diversas instituciones que están abiertas para el tratamiento a trabajar sumando esfuerzos.
Cuidar: En la prevención es fundamental la promoción de actividades comunitarias formativas como el deporte, la música y el arte en general. Junto con la familia, la escuela es un ámbito privilegiado para esto, pero no puede ser el único. Se necesitan espacios, como los clubes de barrio, que llenen el vacío de este tipo de propuestas en las zonas más vulnerables.
La problemática es tan compleja que su abordaje requiere una atención integral a todos los factores personales y sociales en juego. Es necesario atender a esta complejidad sin mutilaciones.

Los invitamos a unirnos para caminar juntos buscando esta salida de esperanza para nuestros niños, jóvenes y adultos. Que María de la Merced, redentora de cautivos, nos acompañe en este camino.

Mons. Alfredo H. Zecca, Arzobispo de Tucumán
y sacerdotes de la Pastoral de Adicciones.