Radiografía del «mundo paco»: ¿qué es lo que de verdad mata?

Aunque no hay cifras, los especialistas advierten que el consumo crece en la clase media, que podría contener sustancias cancerígenas y que resurgió la tuberculosis. Los adictos terminan solos y en la marginación. La lucha de las Madres contra el Paco ayuda, pero no alcanza. La historia de León, un pibe que está a tiempo de salvarse.

A la hora de la merienda, hay una fila de mamás adolescentes con chicos en la puerta de la cocina del comedor de las Madres contra el Paco, en Villa Lamadrid, Ingeniero Budge a metros de La Salada y del Riachuelo. Más de 1800 personas dependen del lugar para conseguir un plato de comida. Las necesidades arrecian en el barrio. Lo que pueden hacer Alicia Romero e Isabel Vázquez con ayuda estatal, comprando a mejor precio mercadería en el Banco de Alimentos y vendiendo pan de elaboración propia, es tapar el sol con la mano. El sol de un cielo que se oscurece con la falta de trabajo y la amenaza de la droga, la pasta base o ese compuesto indefinido: El Paco.
«Las familias muchas veces no toman conciencia del problema. ‘¿Por qué a mí?, si yo le doy todo’, se preguntan las mamás. Porque en la clase media también hay consumo, pero el vendedor cuida al cliente: ‘Vení, que recibí estas pastillas de España, vení que tengo flores de las mejores’, lo atrae. En cambio, acá al pibe que cae en la adicción no le venden algo definido. Lo que de dan no se sabe qué trae. Todos los pacos son distintos, tienen una base mínima de cocaína. Después le ponen pastillas molidas vencidas, acetona, veneno de ratas, todo lo que sea blanco», explica Isabel.
«Lo dejan secar con una estufa de esas de velitas, lo muelen de nuevo. Y lo usan para ganar plata. No es mucha la que hacen: ahora la dosis debe costar unos 50 pesos; pero en volumen, suma. Acá en el barrio incluso la cocaína está adulterada: con un kilo hacen de 2 a 10 kilos. Antes nosotras pensábamos que señalando el bunker o el kiosko, se terminaba el problema; que si nuestros hijos no tenían dónde comprar sus dosis, ya no iban a conseguir. Nos equivocamos», sostiene Alicia, que vive y hace trabajo social en la zona desde hace muchos años.
«En la clase media también hay consumo, pero el vendedor cuida al cliente».
Pero cuando lograban que cayera un kiosko, o desactivaban un bunker, abrían otros dos. La proliferación las desesperaba porque para seguir con el negocio, los narcos cambiaban las modalidades: «Reclutan soldados, designan a quién vender, dónde y cómo. Hay mucha persecuta», alega. La mano de obra para fabricar dosis es fácil de reclutar: «¿Qué chico sin trabajo, sin capacitación, a lo mejor con antecedentes, va a resistirse a cobrar 500 o 600 pesos para vender o hasta 1500 pesos por una jornada de fraccionamiento?», se pregunta Isabel. La tentación es irresistible.
Los chicos entran y salen de la cárcel y por más que quieran tomar la buena senda no hay forma de que no recaigan en el delito y en el consumo. «Nos golpean la puerta preguntando si tenemos un laburito, pero no hay. Solamente tenemos algunos puestos en blanco en la panadería», se lamenta Isabel. «Es como la canción de Baglietto de 1982, Mirta de regreso. Vuelven de prisión y sus novias ya están con otro. A lo mejor tienen un hijo que mantener y tienen que volver a delinquir. No mejoró nada en los últimos 30 años», agrega Alicia.

Sangre y miedo
En la cocina de la casa de Isabel, madraza de cuatro hijos- uno de ellos, asesinado- y abuela de 11 nietos, circulan el mate y las historias.
Las madres bajan la voz cuando hablan de los cuerpos de chicos que aparecieron en las últimas semanas en la zona, en el barrio 9 de abril. Primero tres, después un cuarto, ahora son cinco. Nadie informa sobre eso, pero la sensación viscosa de la violencia que se expande como una mancha de aceite es tangible. Se trata de peleas por el territorio entre transas, tal vez. O asesinatos por deudas. «El transa pone las armas, pone la plata, la logística. También lo que el Estado, la sociedad y la familia no pueden darle: a lo mejor dinero para un remedio, un remise para llevar a un hijo al hospital. Organizan festejos del Día del Niño, te consiguen lo que parece imposible».
«Caía un kiosko, se desactivaba un bunker y abrían otros dos».
Como en las favelas, el transa impone sus leyes. «Es el copado de la esquina. Lo conocés desde que era chico. Protege, pero hay que cumplirle. Si no, te quema la casa, te hace apuñalar, o manda a que te peguen un tiro en la pierna», explica Alicia.

Qué pasa cuando un pibe se quiere rescatar
Muchos golpean la puerta de las Madres. Las causas que lo llevan a tomar esa determinación son varias. A veces, porque tiene problemas con la ley o porque sabe que lo quieren matar. Se endeuda por muchas dosis y tiene que pagar. ‘Me robó todo, vino desnudo’, cuentan las mamás. Otras veces porque no tiene ni siquiera familia, perdieron todo y están en situación de calle.
Las Madres del Paco dan respuesta inmediata. Tienen acuerdos con la SEDRONAR: llaman y piden un turno, un «combo»,como lo llaman. Ese mismo día obtienen la evaluación de un psicólogo, un psiquiatra, un médico y la derivación a una comunidad terapéutica. En ocasiones, la internación no es necesaria; y aunque lo sea y se concrete, no siempre es duradera o exitosa. Los chicos tienen recaídas y reaparecen en el barrio, poniéndose en riesgo nuevamente.
«Hay casos que tienen una patología de base psiquiátrica, esquizofrenia por ejemplo. Esos precisan un tratamiento de otro tipo, en otra clase de comunidad», advierte Alicia.
«Como en las favelas, el transa impone sus leyes. Protege, pero hay que cumplirle. Si no, te quema la casa, te hace apuñalar».
» Lo ideal es que el pibe o piba quiera internarse, pero es mentira que la ley de Salud Mental no prevea la internación no voluntaria», agrega. En efecto, el artículo 482 establece la necesidad de una evaluación en un hospital cuando se considere que la persona resulta un peligro para si misma o para terceros. «Pero los hospitales no tienen recursos- señalan las Madres- salvo el Fernández en Capital, el CENARESO y el Tobar García, que es psiquiátrico».

El paco solo no mata, con la pobreza si
Agustín Cozza es médico psiquiatra y trabaja en lo que se denomina demanda espontánea en los consultorios de un hospital público. No trata únicamente afectados por el consumo de paco o pasta base, sino también de otras sustancias. «Vienen intoxicados sin límite de edad. Si su estado les impide tener una entrevista, se los ingresa por guardia y se intenta una evaluación más tarde», aclara.
Cozza reconoce en su actividad dos corrientes: la abstencionista, que es la más antigua y prohíbe todo consumo durante el tratamiento; y la de reducción de riesgos o daños, que cree que el consumo es solamente un emergente de una problemática amplia y global. «No hay un principio rector: depende de cada profesional «, opina el especialista.
«El transa te da lo que el estado o tu familia no. Plata para un remedio, te paga un remise para llevar a tu hijo al hospital».
En general, es posible determinar qué afecciones están relacionadas con el consumo de cada sustancia. Por ejemplo, la hipertensión, los problemas cardíacos y el ACV están relacionados con la cocaína. «Pero con el paco es más difícil. Sería irresponsable decir que se puede precisar lo que provoca el paco, porque lo real es que no se sabe qué contiene cada dosis».

Foto: Valerio Bispuri.
Hay un consumo creciente de paco en la clase media, pero predomina en los sectores más vulnerables. Entonces, cuanto más intenso sea, está acompañado por la falta de techo: vivir en la calle deteriora a la par de la sustancia. El consumidor puede pasar varios días sin comer, deshidratado, con un descuido generalizado, con pérdida de piezas dentales.
Según Cozza hasta podría haber sustancias cancerígenas mezcladas en el paco. El consumo sostenido puede provocar alucinaciones, episodios psicóticos, paranoides y la necesidad de robar para pagarlo, lo que provoca otros riesgos.
El psiquiatra Gabriel Hagman es psiquiatra de un hospital público especializado en salud mental y adicciones. Coincide con Cozza en que no se sabe qué hay dentro de cada dosis, pero añada otra característica que hace del paco una droga fulminante: para genera más dosis, se usan los desechos que provocan mucho daño orgánico en poco tiempo.
«Es real que muere gente por el paco, pero las razones son complejas».
«Es difícil cuantificar el fenómeno porque las estadísticas se hacen con quienes acceden a los servicios de salud y urgencias, y los consumidores de paco están alejados de la posibilidad de recurrir a esos servicios. Existe seguramente un subregistro», diagnostica.
Los «paqueros» están en una situación de tal marginación que ni siquiera existe quien pueda acompañarlos a un hospital. «Es imposible que un compañero de consumo lo haga, y cuanto más se extienda en el tiempo, más posibilidades hay de que se corten los lazos familiares y sociales definitivamente, de modo que no haya nadie que lo asista», agrega Hagman.

Foto: Valerio Bispuri.
«Es real que muere gente por el paco- responde Hagman a la pregunta de si es real que «mata en tres meses»- pero las razones no son lineales sino complejas. «Reapareció la tuberculosis de la mano del consumo intenso y sostenido y del hacinamiento y la cohabitación en contextos insalubres; pero eso no mata, hay tratamiento. Las imágenes de los estudios cerebrales hablan de un deterioro de la corteza. Hay problemas hepáticos, respiratorios, desnutrición. Si no se busca atención, el deterioro clínico es acelerado y se pueden desencadenar problemas que pueden terminar en la muerte», admite.

Matar por el territorio
Mónica Cuñarro es fiscal especializada en la problemática de la narcocriminalidad y vincula el crecimiento del consumo a la inestabilidad económica. «En 2001 se disparó el consumo, del mismo modo que ahora. Porque prospera la droga barata en un medio en el que no hay trabajo ni vivienda y se siente una extrema inestabilidad».
Pero Cuñarro no está de acuerdo con que el consumo del paco tenga relación directa con la violencia o el aumento de las muertes violentas. «Vincular el consumo con homicidios no responde a la realidad. De hecho, en Capital Federal bajó la tasa de homicidios pero prevalecen las muertes en luchas entre bandas por el dominio territorial», sostiene.
En los barrios se disputa el espacio para la venta, es una «guerra por el mercado» de la sustancia. «Incluso hay expulsiones de casas de familias no involucradas en el negocio ilegal: les dan un plazo para que se vayan, les roban sus pertenencias, los hostigan», describe Cuñarro. «Si una familia le da a un pibe una mano para que salga del delito comprándole un auto para remise o dándole otro tipo de trabajo, los transas se vengan. Pero es inexacto decir que se mata porque se consume. Lo que hace el adicto es robar. A veces a la propia familia, pero son hechos menores y sin violencia», ahonda.

Sentencia de muerte
El caso de León es uno más de tantos, pero todavía tiene chance de salvarse. Su familia no le soltó la mano, y le facilitó una pieza en medio de un terreno donde viven sus dos hermanas con sus familias. Pero a pesar de todo, cuando parecía que había tocado fondo y recapacitado, volvió a las andadas.
Su hermana cree que algo falló. «Mi mamá había fallecido y mi hermana mayor y yo ya teníamos nuestras parejas armadas y nos fuimos. León quedó un poco a la deriva, tenía 14 años. Empezó con porro y después me vivieron a contar los vecinos que consumía pasta base, pero yo no lo quise creer», se arrepiente.
León hizo hasta séptimo grado y tuvo buenos trabajos, bien pagos: en la feria, en una panadería… «Pero trabajaba dos quincenas, juntaba un poco de plata y se iba de gira», recuerda Lorena.
Un día, él le golpeó la puerta a Alicia, una de las Madres del Paco. Tenía terror: le había robado al transa y eso significada una sentencia de muerte. «Justo a él le fui a robar- decía- no sé que voy a hacer». «¿Estás loco? ¡Vos tenés un hijo, tenés sobrinos!», se desesperó ella. Alicia consiguió que lo internaran en una comunidad casi el mismo día.

Para su hermana, fue un alivio. Estaba tan tranquila que decidió salir con una amiga a bailar una noche; pero la salida se frustró cuando encontró a León en la esquina, con sus amigos. Reaccionó como si hubiera visto a un fantasma. «Quedate tranquila gorda, está todo bien. Cortala con tu paranoia», le contestó cuando ella quiso saber cómo es que estaba de nuevo ahí. «Se había peleado con un muchacho y lo habían echado de la comunidad», explica.
«Tiene 25 años y no tiene nada en la cabeza. Quiere que lo maten, o no entiende el peligro. No sé. El hijo lo busca, pregunta por él. Me robó un par de zapatillas, una garrafa, que habrá vendido por 500 pesos. Me da rabia, rompería todo, porque es vivo, sus cosas no las vende. Primero me lo niega, pero después me dice que no sabe qué le pasó, que fue sin querer», se quiebra.
«No me importa nada. Yo se dónde vivís,. Voy y te prendo fuego la casa».
Todavía hay una esperanza: dicen que León está buscando nuevamente a Alicia para volverse a internar. No saben dónde está, pero «seguramente aparecerá uno de estos días». Su hermana sigue en el barrio, pero no tiene miedo de las amenazas del transa: «Yo lo conozco de chico. Le dije: ‘vos vendele a quien quieras, pero conmigo no te metás. Ni conmigo ni con mis hijos. Y el me contestó: ‘Tranquila, que fuimos a la escuela juntos. Lo que pasa es que yo tuve otra vida…'».
La fiera respuesta de ella revela la batalla que se libra a diario en Budge. «No me importa nada, yo se dónde vivís. Voy y te prendo fuego la casa». De la desesperación de su mirada se comprende que no le faltaría firmeza para hacerlo, si fuera necesario.

La mirada sobre ellos
En el corazón de Villa Lamadrid hay una edificación que rodea un par de canchitas de material. Cuatro gendarmes toman mate en un recoveco, pero los chicos y chicas que se reparten en los pasillos y los salones parecen no prestarles atención. Este Centro Local de Prevención de las Adicciones (CEPLA) funciona desde el 2014 y en estos cuatro años atendieron a cientos de chicos. «Hay 63 centros en todo el país. Son lugares donde vienen a bailar zumba, a hacer hip hop, a practicar deportes y a comer», describe Alicia.
En una sala, frente un televisor, una chica ensaya una coreografía. Un grupo de chicos se contorsiona de manera increíble con la profesora de hip hop. Hay varios artistas en ciernes. En una sala de ensayos se ven una batería y varias guitarras. «Acá los pibes aprenden música, cantan sus temas y graban con equipos de primer nivel», se enorgullece Alicia.
Uno de los chicos, de edad indefinida, entra y saluda. Dice que lo de su documento está encaminado y que se va a trabajar a la estación. Estaba en situación de calle cuando llegó y no tenía ni siquiera una partida de nacimiento. Una pareja le dio un techo, pero ninguno tenía trabajo, y todos todavía consumen.
Tal vez, al final del camino, haya como en otros casos una internación. Por ahora, van paso a paso. Lograr que dos veces por semana llegue a la clase y esté en contacto con el equipo interdisciplinario que trabaja en el centro es un gran avance.

Por Miriam Lewin

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