Un camino de esperanza en medio de tanto dolor. Por: José Melitón Chavez, Obispo

A pedido de los hogares de Cristo, el padre Melitón escribió estas líneas que son para nosotros un testimonio de su vida y al mismo tiempo un testamento espiritual de su búsqueda.

  1. Nos ponemos en movimiento

En el verano de 2009 el barrio de la Costanera[1]llegó a la tapa de los diarios por las muertes conectadas a la venta y consumo de paco, y otras sustancias de escaso valor monetario y de alto nivel de destrucción. Se trataba de la vida de chicos empujados a la calle y sometidos a toda clase de riesgos. Estos niños, adolescentes y jóvenes, que representan un peligro para su propia existencia y para la del prójimo, presos de la desesperación y el vacío interior, sin horizontes de esperanza, caían en la salida del suicidio.

Por más que el adicto no se matase, su aspecto lo asemejaba a un muerto en vida. Esa expresión se ajusta perfectamente porque, como consecuencia de la droga, mueren los vínculos del consumidor y, de una forma u otra, este queda en la calle. El mismo estado de un drogadependiente ya dice mucho. Día y noche, los adictos se reúnen en las esquinas donde escenifican un paisaje de destrucción. Entonces, como en el presente, quizá haya chicos entrando en el paco mientras otros salen de él, en el peor sentido de la palabra.

En 2009 no se sabía a ciencia cierta cuántas víctimas se cobraba la droga. Esos datos siguen faltando mientras la percepción indica que el drama se agrava, extiende y empeora[2]. Y el problema del déficit de información es tan grave como la circunstancia de que raramente se anota que el deceso de un adicto obedeció a la droga. Si no se quitan la vida a sí mismos o son asesinados en forma violenta, los adictos mueren porque los chocó un auto o por una enfermedad propia de su condición de extremada vulnerabilidad.

“A ambos lados del río Salí habría cerca de 3.000 adolescentes y jóvenes. Los expertos calculan que el 80 % consume paco, desecho que se obtiene de los distintos procesos para la elaboración del clorhidrato de cocaína. Esta sustancia es muy adictiva y altamente nociva. Es por eso que los vecinos aseguran que la mayoría de los habitantes de entre 10 y 24 años muestra graves deterioros físicos: tienen signos de desnutrición y problemas respiratorios. Las adicciones, según los médicos, afectan principalmente a los varones, aunque también ya hay muchas mujeres que consumen estupefacientes. La mayoría de los adolescentes ni siquiera van a la escuela, porque no hay secundarios en la zona. Y terminan usando su tiempo en las calles, adonde conocen la droga, la prueban y la incorporan a sus vidas”, decía el informe publicado en la edición del 2 de enero de 2009 del diario La Gaceta[3].

En los días previos, otra nota del mismo matutino[4]describía el paisaje de chicos mareados, con ojos perdidos, que alucinaban y se reían en una ronda a la vera del río. El texto prosigue así: “en medio de la basura y del olor a derrames cloacales, dos jóvenes sacan otro papelito metalizado que contiene un polvo amarillento. Lo ponen adentro de una lata vacía, que calientan con un encendedor. Meten una pajita en el preparado y lo fuman. A pocos metros de allí, Ana María Suárez, comienza a llorar. Acaba de ver a su hijo, otra vez, drogándose. La mujer, al igual que muchos de sus vecinos del barrio Costanera y de los médicos y especialistas que trabajan allí, afirma que la zona se ha convertido en la ‘Ciudad del Paco’ (…). ‘Son cadáveres caminantes. Los vemos morir lentamente todos los días’, dice Ana María. ‘Los que eran gordos están muy flacos; los que eran delgados ahora son piel y huesos’, describe su hermana, Luisa, que tiene tres hijos adictos”.

La Costanera empezaba a hacerse conocida como emblema de la marginalidad. En este vecindario ganado por la pobreza había chicos que robaban a sus padres para comprar droga y, en ese tren, llegaban a desvalijar sus propias casas. Cuando agotaban a sus familias, los adictos comenzaban a tomar bienes de sus vecinos y a salir a asaltar más allá del barrio. Algunos de ellos terminaban detenidos mientras los vendedores de paco (o “transas” o “dealers”) seguían captando clientes a sus anchas y repartiéndose el territorio. Las “cocinas” –lugares donde se fabrica la droga- se habían convertido en una forma de vida para muchas familias. En 2009 se decía que había hasta cuatro “kioscos” de paco por cuadra, y que la actividad había crecido al amparo de la corrupción policial y de la indiferencia de las autoridades públicas[5].

En aquella época yo estaba cumpliendo mi ministerio sacerdotal en el Seminario Mayor, adonde acudían frecuentemente los fieles de la Capilla de la Virgen del Rosario a pedir que alguien fuera a celebrar la misa porque el cura asignado a ese lugar no estaba bien de salud. Entonces pensé en la tremenda desprotección que vivía esa gente carente de todo, hasta del instinto vital. En medio de todas las faltas, tampoco tenían el auxilio de la Palabra de Dios y de los sacramentos. Y esto era ante todo un deber de la Iglesia. Por eso sentí algo así como una vergüenza pastoral: me sentí llamado por el Señor para ir a acompañar a esa comunidad.

Fue así como en marzo de 2009, con un grupo de seminaristas, empezamos a ir todos los fines de semana a la Costanera. Nuestro propósito inicial era ocuparnos de lo concerniente a la atención espiritual de los vecinos, sin involucrarnos en sus problemas sociales -como si tal desvinculación fuese posible-. Obviamente la gente nos hablaba de sus dificultades, y nos pedía consuelo, ayuda e intercesión con sus hijos. Y el drama de la droga seguía en aumento[6]. Las cosas siguieron así hasta que un día vi a una chica de un poco más de 20 años proporcionándole droga a un chico de alrededor de 12 años. Entonces la llamé y vino. Nos sentamos en el umbral de la capilla. Me contó su historia y su forma de vida: dos hijos, uno internado y el otro en las manos de su mamá. Ella había perdido las esperanzas. La animé y le ofrecí ayuda. Mientras hablábamos, tomó confianza; sacó una dosis de paco y la puso en la pipa; la encendió y se puso a fumar. Yo estaba al lado de ella y ella estaba drogándose. Ese día me sentí llamado por Jesús a no mirar para otro lado; a hacerme cargo y a no dejar sola a esa gente con su tragedia. Ahí comenzó el camino de acompañamiento de los chicos y familias de la Costanera.

Testimonio de un vecino

El paco avanzó entre 2009 y 2015, cuando me fui de Tucumán para hacerme cargo del Obispado de Añatuya. Al respecto, vale el testimonio de Ángel Santos Villagrán, uno de los primeros pobladores de la Costanera[7].Según ese vecino, el consumo de drogas empezó hace 10 años y no paró de aumentar. Villagrán dijo que nada había crecido en este barrio como la venta de paco: “desde el año pasado hasta ahora se han duplicado los puntos de venta. Detienen al ‘dealer’ y después empieza la esposa, un primo… Es muy duro. La responsabilidad es del Estado. Una vez, un funcionario me dijo hace varios años que no era culpa suya si un chico consumía, pero yo le respondí que él sí era culpable por el que vende. ¿Qué es el paco? Es la miseria de la gente que vive en la miseria. Eso es lo que aumentó y lo que hace que La Costanera sea noticia siempre por tragedias. Los chicos fueron absorbidos por el narcotráfico y por la droga. Nos dio esta fama. Es muy triste, de cada 10 chicos de acá, te diría que sólo tres no probaron esa cosa. Acá madre y padre salieron a buscar trabajo, lo que sea, y cuando los chicos quedaban solos, el paco los absorbió. Hay muchos chicos que fueron llevados a centros de rehabilitación, pero si el paciente vuelve al barrio y acá la situación es igual, volverá a enfermarse. Por eso muchos vuelven a caer o se suicidan”.

Las experiencias que acumulaba en el terreno luego eran puestas en común con el equipo de sacerdotes que me acompañaban en la tarea del Seminario y con el arzobispo, monseñor Luis Villalba. Esto de “abrir el juego”; de trabajar poniendo en común las inquietudes y de consultar a quienes podían brindar una mirada menos “contaminada” con la realidad del paco se convirtió en un método de trabajo. Porque desde el principio debía tratarse no de una gestión individual o cerrada, sino de que toda la comunidad eclesial y de que toda la sociedad al fin pudiese tomar conciencia y dar respuesta a este desafío. En esto es de destacar la extraordinaria aunque fugaz actuación misionera de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio, una presencia de amor, de acción y denuncia. Tuvieron que marcharse en abril de 2013, pero su huella permanece. Son ellas quienes pusieron en la tapa de los diarios el camino de esperanza que se abría en La Costanera[8].

Para entonces ya existían contactos con la Fazenda de la Esperanza e, incluso, algunos jóvenes tucumanos habían ingresado en sus programas de recuperación. También se había formado el grupo Esperanza Viva, que comenzó a reunirse en la Catedral, luego en la Parroquia de Fátima y, por fin, en una dependencia del monasterio de las Hermanas Carmelitas.

La Fazenda de la Esperanza es una asociación de fieles, una organización eclesial surgida en Guaratinguetá (San Pablo, Brasil) hace 34 años por inspiración de un joven y de un sacerdote franciscano que se sintieron llamados a “hacer algo” para salvar a los chicos del barrio atrapados en el círculo de la droga. El proyecto encontró un lugar en el garaje del la casa parroquial: todo comenzó allí. La Fazenda se configuró luego como un método de recuperación de las adicciones fundado en la convivencia; la vivencia de la Palabra de Dios en las cosas concretas de cada día, y el trabajo como disciplina y como medio de sustento. Este tratamiento duraba un año: al cabo de este, el caminante debía adquirir los medios espirituales y racionales para cambiar en forma radical de vida y enfrentar otra libre de la droga[9]. Se trata de un objetivo muy difícil, que necesita mucho acompañamiento posterior y, eventualmente, algún tratamiento psicológico[10]. Los grupos Esperanza Viva están pensados para ese fin: para que los recuperados (llamados ES, embajadores de esperanza) perseveren en la oración, la vivencia de la Palabra de Dios y el testimonio de sanación, y se conviertan en un modelo inspirador para los que se acercan pidiendo ayuda.

La esperanza está viva

Durante las conversaciones que mantenía con monseñor Villalba surgió la inquietud de pedir la instalación de una Fazenda en nuestra diócesis, ya que cada vez más tucumanos debían viajar a las sedes de Córdoba y de La Rioja, y a otras partes del país en busca de ayuda, como consecuencia de que la primera Fazenda de la provincia, la de Aguilares, no daba abasto. Villalba me encargó entonces que me pusiera en campaña para encontrar el lugar y así, sin buscar mucho, la Providencia de Dios quiso que en el día de la Virgen, un 8 de diciembre, una señora y su familia nos ofreciesen la donación de un terreno amplio en las cercanías de El Cadillal. Se trataba de un sitio óptimo para plantar la Fazenda: un inmueble de 30 hectáreas en El Saladillo. Luego de completar los trámites correspondientes para edificar en medio de las yungas y de otras gestiones para captar recursos económicos, empezamos la construcción de la Fazenda de la Esperanza Virgen de la Merced, Redentora de Cautivos en mayo de 2014. En el puntapié de la obra fue importante el aporte del Estado provincial, que proporcionó el dinero suficiente para la construcción de la primera casa[11]. Esta contribución tuvo lugar mediante una ley aprobada en forma unánime por la Legislatura provincial y la fundación tuvo el cuidado de rendir cuentas de cada una de las partidas destinadas a este fin.

Al cabo de un año y medio, el 15 de agosto de 2015, también fiesta mariana, pusimos en funcionamiento la obra con mucha alegría e ilusión. La crónica del diario dijo entonces: “después de siete días de lluvia y frío, el sol derrochó luz y tibieza sobre la Fazenda de la Esperanza, que se inauguró en medio de una multitud emocionada y feliz. En su homilía, el cardenal Villalba destacó que el de la droga ‘es un problema de toda la sociedad’, pero dejó en claro que ‘las autoridades son las primeras responsables en responder a este desafío. Para ello debe concientizar a la sociedad y luchar contra el tráfico de drogas. Son deberes ineludibles’”[12]. Al acto de apertura concurrieron frayHans Stapel[13]y Nelson Giovanelli, cofundadores de la Fazenda de la Esperanza en Brasil; el obispo de Concepción, monseñor José María Rossi, promotor de la primera Fazenda de Tucumán instalada en Monte Redondo (Aguilares) y numerosos sacerdotes de la arquidiócesis.

La participación popular tanto en el acto de colocación de la piedra basal como en la misa de inauguración demostró una adhesión generalizada de parte no solo de la Iglesia sino de toda la sociedad tucumana. Ello nos permitió confirmar la profunda necesidad de un camino y de una salida para esta herida proferida a nuestra comunidad hace ya tiempo.

Mucha de esa adhesión fue madurada en los grupos Esperanza Viva que, para entonces, habían llegado a dieciocho y funcionaban en distintas parroquias de la capital y del interior de la provincia. Estos espacios siguen siendo una expresión viva de la Iglesia Madre que no deja solos a sus hijos. Los grupos se reúnen todas las semanas del año para acoger, escuchar y acompañar a las familias y a los chicos que buscan recuperarse (caminantes). Con la participación de los voluntarios, gente de corazón grande que vive la Palabra de Dios, todos forman una comunidad de amor, al modo del Buen Samaritano de la parábola. En estos ámbitos impera la mirada compasiva y el acercamiento valiente a una realidad que nos interpela. Según mi criterio, esta es la gran fortaleza de todo el movimiento. Porque la misma Fazenda, que no deja de ser necesaria como un verdadero santuario de esperanza, resulta insuficiente para llegar allí donde las heridas están abiertas: barrio, pueblo, ciudad. Los grupos Esperanza Viva son realmente, como dije, el rostro de la Iglesia Madre, o, parafraseando a Francisco, “la Iglesia en salida, de puertas abiertas, como un hospital de campaña”. Un grupo Esperanza Viva es una posición más cercana, incisiva y capilar de la misericordia de Dios en medio de esta realidad de dolor[14].

Para ejecutar la construcción de la Fazenda y, más allá de ella, sostener el trabajo de la Pastoral de las Adicciones, constituimos una organización no gubernamental que llamamos Fundación Virgen de la Merced, Redentora de Cautivos[15]. Sus integrantes originales fuimos quienes ya estábamos comprometidos en esta pastoral. La finalidad de la fundación es gestionar los recursos para levantar la Fazenda y, luego, para generar programas de prevención de las adicciones a la droga, el alcohol y el juego mediante campañas, cursos, jornadas, etcétera[16].

En paralelo y con aquella convicción de que había que avanzar en comunión, no aisladamente, un grupo de sacerdotes comenzó a reunirse para compartir inquietudes relacionadas a las adicciones. De ese ámbito surgieron nuevas ideas y apoyos recíprocos. Los párrocos se encuentran todos los meses en distintas comunidades. Su diálogo y voluntad de compartir es otro signo esperanzador para la lucha contra los males que desgarran al cuerpo social.

De estas reuniones y con el acompañamiento del arzobispo Alfredo Zecca salió un documento de denuncia y de compromiso con la tragedia de las adicciones, en la víspera de la apertura de la Fazenda. La carta “Consuelen, consuelen a mi pueblo…”, del 12 de agosto de 2015, dice: “al encontrarnos en cada recodo de nuestros barrios, y hasta en la salida de hospitales y escuelas, con la venta impune de drogas y la insensibilidad perversa de quienes ponen veneno en las manos de nuestros niños y jóvenes, nos preguntamos por el accionar de los organismos públicos encargados de combatir y sancionar este delito (…). Nos preocupa igualmente que gran parte de la sociedad no sienta este problema como propio y sólo espere que otros tomen cartas en el asunto. Se trata de una realidad que nos involucra a todos y no podemos ‘tercerizar’ el compromiso con la vida de nuestros niños y jóvenes. Ante la esclavitud y la destrucción de tantas personas ‘también es funcional y cómplice quien pudiendo hacer algo se desentiende, se lava las manos y mira para otro lado’. Como miembros de la Iglesia nos duele reconocer que muchas veces tampoco hemos oído la llamada que esta situación nos dirige a gritos y hemos vuelto la mirada hacia otro lado. Ante el dolor y la impotencia que la droga trae consigo, afirmamos sin dudar que este callejón tiene salida. Estamos a tiempo. Realmente, ¡se puede!”.

Un hogar posible

Sergio, Juan, Lorena, Javier, Cinthya y muchos más. Me refiero a los chicos que fueron y volvieron una y otra vez a las distintas fazendas y a centros similares, y que no terminaron de encajar. Su casa seguía siendo la calle, donde vivían “a los tumbos”. Eso sí, habíamos establecido con ellos vínculos de amistad sincera. Nuestros encuentros ocasionales eran motivo de mutua alegría: una esperanza renacía. Un grupo de voluntarios universitarios de la Costanera a menudo planteaban la inquietud de hacer algo por los chicos que se habían quedado afuera. Así surgió el Hogar de Cristo[17].

Había que buscar un espacio que los contuviese afectivamente al menos unas horas del día, donde encontraran un trato humano, y acceso a servicios básicos de salud, de educación y de asesoramiento legal. Sobre todo buscábamos que los chicos de la calle tuviesen un punto de referencia, una familia de pertenencia, un hogar.

La Municipalidad nos había ofrecido un espacio en la antigua escuelita que funcionaba abajo de las tribunas del Autódromo en la época en la que nosotros estábamos abocados a la construcción de la Fazenda. Dos días después de inaugurarla, el 17 de agosto de 2015, cuatro sacerdotes viajamos a Buenos Aires a conocer in situ la experiencia de los hogares de Cristo de los curas villeros. Pasamos tres días allí recorriendo y compartiendo ese obra maravillosa en medio de la pobreza y la marginación. Se trata de verdaderos puntos de amor y de acogida para “el sobrante” de la ciudad opulenta, al decir del papa Francisco.

El proyecto de los curas villeros[18]nos animó a emprender lo que veníamos soñando en Tucumán. Por supuesto que este debía estar adaptado a la realidad provincial, pero la esencia era la misma: un hogar, con todas las connotaciones que esta palabra tiene. Así, el 23 de setiembre de 2015, luego de recorrer los semáforos de la zona del parque 9 de Julio, y de invitar a los muchachos que limpiaban parabrisas y vendían lo que podían para consumir droga, abrimos el Hogar con una merienda bien servida; una ducha para el que quisiera tomarla;un lavarropas y ropa limpia, y, sobre todo,un grupo de voluntarios, en su mayoría mujeres, con mucho cariño y deseo de prodigar un buen trato. A esta estructura básica se sumaron quienes acompañaban con escucha, amistad, canciones, alfabetización, juegos y la Palabra de Dios. De pronto ese lugar, ese momento de unas horas diarias, se convirtió en una experiencia que se podía resumir en una palabra: fiesta.

La iniciativa del Hogar de Cristo fue compartida con la comunidad parroquial para que todos tuviesen la oportunidad de acompañarnos, ya sea con la oración o con lo que pudiesen aportar. Allí mismo, frente al parque, está la comunidad del Divino Maestro, un barrio que es testigo y, a veces también, víctima de la presencia sin rumbo de estos chicos que deambulan por las esquinas. Cuando les conté sobre el nuevo proyecto, se alegraron mucho y se ofrecieron a colaborar. Sé que hasta hoy siguen allí.

Muchos de los chicos que acudían al Hogar eran de barrios aledaños al parque mientras que algunos procedían de otras ciudades o provincias. Ninguno tenía un lugar. Hay quienes pidieron ayuda para salir de la droga, e iniciaron un camino de la recuperación en el grupo Esperanza Viva de la parroquia o en la Fazenda.

Un fruto importante del Hogar son los vínculos de amistad verdadera establecidos entre los chicos y los voluntarios. Es decir, que se estaba dando aunque sea en esta escala mínima lo que aspiramos siempre: la reconstitución del tejido social a partir del lazo de fraternidad que soñamos.

La corta trayectoria del Hogar de Cristo nos viene enseñando que si bien la droga y el narcotráfico son la revelación real y visible de un mal que hay que combatir, en el fondo, nuestra sociedad está enferma de la indiferencia y del miedo que paralizan y nos vuelven impotentes, y cada vez más distantes los unos de los otros. Y esto se vence con amor y cercanía, sin pretender soluciones espectaculares sino trabajando barrio por barrio, persona por persona, en forma capilar. Es increíble lo que se logra solamente escuchando. Se puede sacar a la gente de la tristeza y el sinsentido con la incondicionalidad de nuestra amistad. La herida es de amor y sólo con amor se cura. La droga y las distintas adicciones son sólo el síntoma; la enfermedad está en el alma y aflora en algunos, pero el mal es de todo el cuerpo de la sociedad, de este planeta que ha sido malogrado por quienes eligieron el egoísmo y la indiferencia como forma de vida.

En la encíclica Laudato Si’, sobre el cuidado de la casa común, Francisco apela a la espiritualidad de la esperanza. Lo mismo que puede decirse respecto del daño que ocasionamos al planeta vale para el daño que nos ocasionamos a nosotros mismos por medio de las adicciones: “no todo está perdido porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan. Son capaces de mirarse a sí mismos con honestidad, de sacar a la luz su propio hastío y de iniciar caminos nuevos hacia la verdadera libertad. No hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos. A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle”.

Seguramente muchos chicos que hoy se drogan lo seguirán haciendo, otros no. Pero nuestra presencia al lado de ellos no está condicionada por eventuales “resultados”, sino que estamos al lado de ellos con la convicción de que no hay otra forma de vivir que no sea siendo solidarios, sobre todo con los que menos posibilidades tienen, con los que hoy perdieron significación para la sociedad. Son ellos –increíblemente- nuestro camino para recuperar la auténtica manera de existir como cristianos y seres humanos.

  1. La realidad que nos golpea

A nadie se le escapa que el drama de las adicciones -droga, alcohol y juego- constituye un problema extendido y enquistado en nuestra sociedad: sin distinción de clases, agrede de modo diverso, pero igualmente dañino y mortal. Una atención especial merece el consumo de estupefacientes en los medios más empobrecidos donde ello se suma a situaciones gravísimas como el deterioro proveniente de la mala alimentación o, directamente, la desnutrición; la falta de contención de la infancia y su escolarización deficiente, y la violencia. Los chicos que padecen esta realidad suelen terminar en la calle, donde su vida frágil queda a merced de cualquier tipo de abuso y sistema criminal: los riesgos son enormes para ellos y para quienes se cruzan en su camino. El daño cerebral causado por las drogas llega en muchos casos a ser irreversible. El consumo de estupefacientes es siempre peligroso, pero, cuando está ligado a estos problemas sociales de fondo, se hace tristemente mortal. Basta acercarse a las esquinas de nuestros barrios más pobres o a los lugares donde se juntan los adictos para ser testigos de un espectáculo sombrío y macabro. Muertos en vida, en lo poco de vida que les va quedando. Se trata de un verdadero desastre humanitario.

Esta situación catastrófica forma parte de la vida cotidiana de la Costanera, aunque otras zonas pobres del Gran San Miguel de Tucumán están igual o peor. La paradoja es que no se puede hablar de un Estado ausente. Hay una situación de abandono aunque haya muchos agentes públicos trabajando en la Costanera. Vemos gente cumpliendo horarios, pero no metida con el corazón en una realidad que exige un compromiso personal inmenso. El abordaje estatal de la pobreza carece, en general, de la profundidad necesaria para producir una transformación. Tenemos dos escuelas y una tercera -secundaria- en construcción. Pero el hecho de que haya más hospitales no implica más salud; como el hecho de que haya más escuelas no significa que haya más educación. Los subsidios-ayudas-programas-políticas de seguridad oficiales no consiguen resultados porque no parten de la realidad que tiene La Costanera. “Sólo tienen posibilidades de prosperar las intervenciones sensibles con la crisis social y humana que hay en el barrio. La clave, en todos los casos, es el acompañamiento.

Por ejemplo, los centros sanitarios distribuyen leche para los niños, pero ocurre que algunas madres la venden. Entonces, hay que seguir entregándola, pero sin dar por supuesto que llegará a los chiquitos. Es necesario hacer un acompañamiento del adulto para que la ayuda estatal cumpla su objetivo. Este debería ser el modelo para todo tipo de asistencia programada: no se puede dar por supuesto que los subsidios subsidian.

El problema se ramifica

Se escucha a los especialistas hablar de los distintos tipos de sustancias psicotrópicas y que la liberación de su ingesta podría ayudar a disminuir el problema. Ante eso y sin necesidad de ser experto en la materia, es posible afirmar que cualquiera sea la dosis, esta nunca resulta inocua. Por eso es perverso proponer desde el Estado una legislación que tácitamente admita lo que atenta contra la salud de la población, sobre todo en los sectores más frágiles: niños, jóvenes y excluidos.

La opinión pública es cada vez más crítica respecto de la inacción de las fuerzas de seguridad para controlar y combatir el narcotráfico, tanto a gran escala como en la venta al menudeo en los “kioscos” barriales. También se comenta mucho acerca de la ausencia del Estado a la hora de proporcionar los medios, espacios, recursos humanos y presupuestos suficientes para el tratamiento de las adicciones.

Una constante es abordar el problema desde un solo ángulo, y suponer que la eliminación del narcotráfico o el incremento de ámbitos de internación podría ser la solución. Quizá la mejor estrategia sea apostar por la prevención,que es la clave de todo proceso educativo integral. Esa educación, tanto formal como informal, implica acompañar, escuchar y brindar las herramientas que permitan resolver los conflictos diarios. Esta dinámica debe tener lugar en los espacios básicos de socialización: la familia, la escuela, la parroquia, el club barrial, el centro cultural o vecinal. Se trata de estimular para evitar que los niños caigan en un ensimismamiento a veces demasiado precoz, y que terminen siendo como “ese terreno baldío, esa tierra de nadie” que todos quieren usurpar y abusar.

La época parece empeñada en acentuar el consumo en soledad. Si ya ni nos miramos a los ojos porque preferimos mirar la pantalla del teléfono; si ya la comunicación se dirime en un intercambio de mensajes de texto. Si no somos capaces de hablar, mucho menos podremos involucrarnos en la vida de esa “gente marginal”, que gran parte de la comunidad ve como una amenaza que hay que erradicar y no como un síntoma de que ha fracasado la promesa democrática de la igualdad de oportunidades. Es importante mencionar que muchos están convencidos de que los adictos no tienen arreglo y que, por eso, prefieren “deshacerse” de ellos o encerrarlos antes que tratar de curarlos. ¿Acaso una vida no vale la pena? Ese chico condenado por sus circunstancias, ¿perdió también su derecho a un futuro digno?

El informe de marzo de 2016 del Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) vincula el deterioro de las lazos sociales con el uso abusivo de estupefacientes, lo que condiciona el desarrollo de las futuras generaciones: “los permanentes cambios sociales y culturales alrededor del consumo de sustancias han modificado las representaciones y creencias entorno al tema, especialmente en los jóvenes. Las relaciones familiares, sociales y comunitarias más amplias, en tanto transmisoras de afectos, creencias, valores y hábitos, influyen de manera directa en el consumo de sustancias psicoactivas. Las adicciones entablan una red de circunstancias que trasciende no sólo a la persona que padece propiamente el síntoma, sino que repercute en todos los lazos afectivos que integran su red social y, de manera especial, en su familia. Asimismo, el consumo problemático al interior de grupo social incide de manera negativa sobre sus vínculos y relaciones. En este sentido, las variables que refieren a la vulnerabilidad familiar han tenido un lugar importante a la hora de entender los modelos que mejor explican las adicciones. Desde un modelo familiar de comprensión de las adicciones, estas son más que patologías individuales ya que se trata de una modalidad en la que participan todos los familiares.El sostenimiento de síntomas son indicadores de una complicada adaptación social que se observa de manera intergeneracional”.

El papel central de las instituciones básicas y más inmediatas no implica desligar al Estado, máximo  responsable del bien común. En este sentido hubo muchos intentos para lograr una política seria de asistencia y prevención. Reuniones, cursos de capacitación, firmas de convenios a todo nivel: nacional, provincial, municipal, organizaciones no gubernamentales y la misma Iglesia. Pero el problema, lejos de atenuarse, ha crecido a un ritmo alarmante.

Afrontar el desafío

Los índices aportados por el Barómetro de la Deuda Social de la UCA dan cuenta de ese avance y de las distintas formas que el drama va tomando en nuestros barrios: aunque la incidencia es mayor en las áreas periféricas o pobres, el fenómeno se extiende por las zonas residenciales medias y altas (según la última edición del informe, cinco de cada diez hogares identifican la venta o tráfico de drogas en su calle, manzana o vecindario). Falta una política sostenible, incisiva, dotada de recursos y de un presupuesto suficiente que exprese la existencia de voluntad política real de afrontar el problema.

Quienes trabajamos en contacto con este drama tenemos la convicción de que es necesario crear una conciencia social de inclusión, para escuchar y acompañar a las familias víctimas, que no deben enfrentar directamente el accionar de los que distribuyen y venden las drogas, ya que ello puede atentar contra su propia integridad. Es conveniente, más bien, dejar esa tarea al Estado, para quien la persecución del delito es una misión indelegable. Corresponde sí a todos los ciudadanos reclamar a las autoridades el cumplimiento del deber de control y sanción en función de la ley vigente.

En noviembre de 2013, la Conferencia Episcopal Argentina emitió el documento “El drama de la droga y el narcotráfico”. Vale la pena recordar algunos fragmentos de este texto:

“La complejidad de este tema es tal que solo será abordado eficazmente por medio de amplios consensos sociales que deriven en políticas públicas de corto, mediano y largo alcance. Pero perseguir el delito es tarea exclusiva e irrenunciable del Estado. Recogemos también la preocupación por la desprotección de nuestras fronteras, y por la demora en dotar de adecuados sistemas de radar a las zonas más vulnerables.

Hace una década, los obispos argentinos manifestamos nuestra conmoción por ‘los rostros sufrientes de quienes están atrapados y condenados por una de las calamidades más grandes de estos últimos tiempos, como es el consumo y las adicciones a la droga’. Hoy nadie duda de que el narconegocioestá ampliamente instalado en la Argentina. No es una sensación, y mientras se discute si el país entero es una ruta de paso, de consumo o si ya tenemos producción, lo cierto y tristemente comprobable es que un silencioso y perverso mal social se extiende con progreso geométrico, y sigue matando y destruyendo familias a su paso. Negar la realidad de esta miseria humana que aspira a corromperlo todo nos puede llevar a una inacción que favorecerá el avance de esta sombra luctuosa sobre nuestra geografía.  El ciudadano común sigue diciendo: ‘a esta situación de desborde se ha llegado con la complicidad y la corrupción de algunos dirigentes’. La sociedad a menudo sospecha que miembros de las fuerzas de seguridad, funcionarios de la justicia y políticos colaboran con los grupos mafiosos. Esta realidad debilita la confianza y desanima las expectativas de cambio. Pero también es funcional y cómplice quien pudiendo hacer algo se desentiende, se lava las manos y ‘mira para otro lado’.

En un cuerpo social debilitado en sus instituciones, la organización narco se hace endémica y tiende a corromperlo todo. No obstante, por más que quieran lavar su imagen con dádivas a los carenciados, sus dineros están manchados con la sangre de sus víctimas. Los códigos mafiosos, basados en la violencia y fortalecidos con riquezas mal habidas, contrastan con la firme voluntad de vivir en un Estado de derecho. Por eso hemos afirmado que ‘el narcotráfico está en contradicción con la naturaleza del Estado. Si el primero busca el beneficio de algunos pocos, el segundo debe velar por la justicia para todos. Instalando su propia ley, el narcotráfico va carcomiendo el Estado de derecho. Progresivamente los conflictos van abandonando la legislación y los tribunales, para resolverse con la ley de la fuerza y la violencia’.

Con los padres que padecen semejante dolor, decimos: no queremos lamentarnos más de perder a generaciones de jóvenes, adolescentes y no pocos niños –edades muy vulnerables ante la oferta inescrupulosa e ilegal de estupefacientes–, que, atrapados por las adicciones, abandonaron vínculos familiares y amigos, estudios, trabajos, muchas veces con grave compromiso para su salud, cuando no la temprana pérdida de sus vidas. Lo grave es que no podemos hablar de hechos pasados porque hoy siguen matando con una crueldad creciente. Insistimos en decir que la Argentina está corriendo el riesgo de pasar a una situación de difícil retorno. Si la dirigencia política y social no toma medidas urgentes, costará mucho tiempo y mucha sangre erradicar estas mafias que han ido ganando cada vez más espacio. Es cierto que el desafío es enorme, y el poder de corrupción y extorsión de los grupos criminales es grande. Pero no es verdad que nada se puede hacer. La esperanza cristiana nos enseña que todo es rescatable y estamos invitados a participar. No nos compete sugerir estrategias para contrarrestar esa fuerza oculta y perversa (…), sí nos mueve a acompañar a las familias heridas por la droga y a ‘alentar en la esperanza a todos los que buscan una respuesta sin bajar los brazos’.

Nos une la convicción de que ‘es perverso vivir del sufrimiento y de la destrucción del prójimo’. Las familias de las víctimas, la sociedad civil y organizaciones privadas, diversas instituciones católicas sumadas a las iniciativas de otras iglesias cristianas y comunidades religiosas se han organizado para asistir a los caídos, formando desde hace décadas una enorme red solidaria para la recuperación de las personas que sufren la esclavitud de las drogas. Pero sin la intervención del Estado, sus esfuerzos corren el riesgo del desaliento y la indefensión ante el avance y la dañina acción de las drogas en todo el territorio argentino. No es sólo un reclamo, pues los poderes del Estado tienen que saber que son muchísimos los hombres y mujeres que están dispuestos a acompañar las iniciativas del Gobierno, legisladores y jueces, para dar una contundente respuesta al drama nacional del narcotráfico. Además, hay que considerar que estas organizaciones criminales frecuentemente se dedican también a la trata de personas para la explotación laboral y sexual, y al tráfico de armas”.

Un camino de esperanza en medio de tanto dolor. Por: José Melitón Chavez, Obispo de Añatuya – Hogar de Cristo